Por Carlos Alberto Montaner
El Nuevo Herald
Fidel Castro pronto volverá a ocupar la jefatura del gobierno cubano. Tal vez reaparezca en medio del desfile habitual del primero de mayo y lea un texto breve en el que humildemente se excuse de haber estado fuera de combate durante ocho meses y anuncie su regreso al reñidero. Desea hacerlo. Dentro de su pugnaz psicología, no morirse es una manera de derrotar a sus enemigos. Eso es lo que se comenta en La Habana. Pero todo depende de su apariencia en fecha tan cercana.
Ese, exactamente, es el problema: su apariencia. El Comandante se ve físicamente repuesto y en perfecto dominio de sus facultades mentales, mientras quienes lo rodean tienen una imagen totalmente diferente. Lo que perciben es a un anciano frágil y demacrado (aunque algo menos macilento), a veces incoherente, afectado por síntomas claros de demencia senil (ausencias, repeticiones inmediatas, lenguaje lento), con frecuencia insoportable, por el que sienten una incómoda sensación de pena y vergüenza ajena, y a quien saben fundamentalmente incapacitado para gobernar y tomar decisiones razonables.
Entre las dos versiones sobre la salud de Fidel, quienes tienen razón son los consternados miembros de la cúpula dirigente (especialmente Lázaro Barredo, director de Granma, quien se da cuenta de la gravedad del asunto), pero la confusión del Máximo Líder es claramente explicable. En primer término, los narcisistas, afectados por una autoestima grandiosa, suelen padecer de lo que los psicólogos llaman en inglés Body Dysmorphic Disorder (BDD), y que en español podría traducirse como ''trastorno de la percepción corporal'', una anomalía que también sufren las personas anoréxicas.
Cuando las anoréxicas (casi siempre son mujeres) se miran al espejo no ven unas figuras cadavéricas, sino unas muchachas regordetas a las que les sobra tejido adiposo. Los narcisistas, que tienen una percepción sublime de sí mismos, tienden a encontrarse bellos y fuertes, aun cuando tengan un pie en la sepultura. Por eso hace pocos meses Fidel Castro dio el espectáculo penoso de aparecer frente a las cámaras caminando y moviendo los hombros como Frankenstein cinco minutos después del trasplante de cerebro. El se veía como un atleta olímpico. El resto de la humanidad contemplaba a un anciano moribundo y malencarado que se movía como un robot de cuerda.
Por otra parte, los falsos halagos de quienes se acercan al lecho de Fidel Castro, los elogios que le hacen y las mentiras piadosas (o miedosas) que le cuentan, contribuyen al engaño. Todo el que lo visita sonríe y lo felicita por la notable mejoría que supuestamente experimenta, reforzando el diagnóstico equivocado. A veces, como en el caso de Hugo Chávez, el embuste es televisado y le dice a su mentor y a todo el mundo que el Comandante es una especie de superhombre que pasea por las noches de incógnito, pero, como el venezolano es muy indiscreto, simultáneamente, no sin antes emitir señales del extraño orgullo que le causa ser uno de los pocos que conocen los secretos de Castro, les cuenta a sus íntimos, pesaroso, que ``el Viejo se escapó de ésta, pero está liquidado''.
Este es uno de los peores finales posibles para Fidel Castro y su revolución: el país está en manos de un anciano muy enfermo y medio decrépito que ni gobierna ni deja gobernar, dedicado a ocupaciones tan inverosímiles como supervisar el cambio de bombillas, la venta de ollas arroceras, combatir el etanol imperialista y salvar a la humanidad de las agresiones ecológicas que le infligen Estados Unidos y el mundo desarrollado.
Mientras tanto, el pueblo cubano, acostumbrado melancólicamente a obedecer y a aplaudir, sin autoridad desde hace cincuenta años, espera indiferente el final del amo, con la actitud displicente de quien tiene otras prioridades más urgentes: alimentarse, vestir a la familia, arreglar las malditas goteras, y ver si aparece algún modo de escapar del manicomio. A ese cubano de a pie le da lo mismo si el Fidel verdadero es el que agoniza o el que se recupera. Lo único que le interesa es resolver. Aliviar su miseria.
El Nuevo Herald
Fidel Castro pronto volverá a ocupar la jefatura del gobierno cubano. Tal vez reaparezca en medio del desfile habitual del primero de mayo y lea un texto breve en el que humildemente se excuse de haber estado fuera de combate durante ocho meses y anuncie su regreso al reñidero. Desea hacerlo. Dentro de su pugnaz psicología, no morirse es una manera de derrotar a sus enemigos. Eso es lo que se comenta en La Habana. Pero todo depende de su apariencia en fecha tan cercana.
Ese, exactamente, es el problema: su apariencia. El Comandante se ve físicamente repuesto y en perfecto dominio de sus facultades mentales, mientras quienes lo rodean tienen una imagen totalmente diferente. Lo que perciben es a un anciano frágil y demacrado (aunque algo menos macilento), a veces incoherente, afectado por síntomas claros de demencia senil (ausencias, repeticiones inmediatas, lenguaje lento), con frecuencia insoportable, por el que sienten una incómoda sensación de pena y vergüenza ajena, y a quien saben fundamentalmente incapacitado para gobernar y tomar decisiones razonables.
Entre las dos versiones sobre la salud de Fidel, quienes tienen razón son los consternados miembros de la cúpula dirigente (especialmente Lázaro Barredo, director de Granma, quien se da cuenta de la gravedad del asunto), pero la confusión del Máximo Líder es claramente explicable. En primer término, los narcisistas, afectados por una autoestima grandiosa, suelen padecer de lo que los psicólogos llaman en inglés Body Dysmorphic Disorder (BDD), y que en español podría traducirse como ''trastorno de la percepción corporal'', una anomalía que también sufren las personas anoréxicas.
Cuando las anoréxicas (casi siempre son mujeres) se miran al espejo no ven unas figuras cadavéricas, sino unas muchachas regordetas a las que les sobra tejido adiposo. Los narcisistas, que tienen una percepción sublime de sí mismos, tienden a encontrarse bellos y fuertes, aun cuando tengan un pie en la sepultura. Por eso hace pocos meses Fidel Castro dio el espectáculo penoso de aparecer frente a las cámaras caminando y moviendo los hombros como Frankenstein cinco minutos después del trasplante de cerebro. El se veía como un atleta olímpico. El resto de la humanidad contemplaba a un anciano moribundo y malencarado que se movía como un robot de cuerda.
Por otra parte, los falsos halagos de quienes se acercan al lecho de Fidel Castro, los elogios que le hacen y las mentiras piadosas (o miedosas) que le cuentan, contribuyen al engaño. Todo el que lo visita sonríe y lo felicita por la notable mejoría que supuestamente experimenta, reforzando el diagnóstico equivocado. A veces, como en el caso de Hugo Chávez, el embuste es televisado y le dice a su mentor y a todo el mundo que el Comandante es una especie de superhombre que pasea por las noches de incógnito, pero, como el venezolano es muy indiscreto, simultáneamente, no sin antes emitir señales del extraño orgullo que le causa ser uno de los pocos que conocen los secretos de Castro, les cuenta a sus íntimos, pesaroso, que ``el Viejo se escapó de ésta, pero está liquidado''.
Este es uno de los peores finales posibles para Fidel Castro y su revolución: el país está en manos de un anciano muy enfermo y medio decrépito que ni gobierna ni deja gobernar, dedicado a ocupaciones tan inverosímiles como supervisar el cambio de bombillas, la venta de ollas arroceras, combatir el etanol imperialista y salvar a la humanidad de las agresiones ecológicas que le infligen Estados Unidos y el mundo desarrollado.
Mientras tanto, el pueblo cubano, acostumbrado melancólicamente a obedecer y a aplaudir, sin autoridad desde hace cincuenta años, espera indiferente el final del amo, con la actitud displicente de quien tiene otras prioridades más urgentes: alimentarse, vestir a la familia, arreglar las malditas goteras, y ver si aparece algún modo de escapar del manicomio. A ese cubano de a pie le da lo mismo si el Fidel verdadero es el que agoniza o el que se recupera. Lo único que le interesa es resolver. Aliviar su miseria.
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