Por: Manuel Malaver
Si con el choque armado en la frontera con Ecuador donde murió Raúl Reyes, la administración de Álvaro Uribe buscaba llamar la atención internacional sobre el apoyo creciente que los gobiernos de Hugo Chávez y Rafael Correa le suministran a las FARC en la hora en que parece inevitable su derrota, entonces resulta evidente que se anotó un éxito tan sorpresivo, como contundente.
Logro, tanto más significativo, cuanto que sucede en una coyuntura en que la organización guerrillera necesitaba, como del aire que respira, de las zonas de alivio que le garantizaban los dos caudillos “socialistas siglo XXI”, así como de asistencia financiera, equipos militares, logística y de intendencia, que ahora se verán perturbados o impedidos en la medida que la comunidad internacional entienda cuál era el verdadero interés de Chávez y Correa en el canje humanitario y la liberación de Ingrid Betancourt.
Pero igualmente de la hábil campaña de propaganda y relaciones públicas que instrumentadas desde los palacios de Miraflores en Caracas, y de Corondelet en Quito, trataban de presentar a las FARC como una suerte de secta cristiana primitiva, profundamente mística y piadosa que solo “por amor” mantiene secuestrados a miles de colombianos en selvas y pantanos donde, después de años, pierden toda referencia personal y humana.
Y por tanto, merecedora de que se le reconozca el status de beligerancia en el conflicto colombiano, de que se le de un tratamiento de gobierno paralelo en sus territorios “liberados” y en el exilio y garantías de que pueda mantener su organización, infraestructura y ejército.
O sea, de todo lo que hay que hacer para salvar a las FARC de la derrota, de la presión para que política y militarmente acepte su incapacidad de sobrevivir y se siente a discutir un acuerdo por el cual se le busque una solución negociada al conflicto y se tomen las decisiones para que de militar y guerrillera, se convierta en una organización civil y partidista.
Perspectiva que no puede ser más hórrida para los profetas “desarmados”, Chávez y Correa, ya que entre sus planes figuraba el objetivo estratégico de transformar a las FARC en un ejército irregular transnacional que, estacionado en territorio colombiano, pero a pocos kilómetros de las fronteras venezolana y ecuatoriana, pudiera desplazarse a socorrer a sus socios en caso de que sus nacionales, bien en las urnas, en las calles, o en los cuarteles, decidan poner fin al experimento, tan inútil como costoso, de retrotraer a dos sociedades del siglo XXI, a los albores del siglo XIX, y aun más atrás.
Chávez ya vivió el 2 de diciembre pasado una experiencia traumática que pudo ser decisiva para apresurarse a sellar, e imprimirle toda la velocidad posible a su alianza con las FARC, como fue la decisión de la FAN de obligarlo a aceptar los resultados del referendo con el que buscaba convertirse en dictador vitalicio y darle naturaleza constitucional a su delirio socialista.
Y en cuanto a Correa, ya conocemos sus tribulaciones para hacer de cachorro y continuador de Chávez, pues no solo el ejército, sino los poderes legislativo y judicial ecuatorianos lo han mantenido a raya para que solo se atreva a lo que está pautado en la constitución.
Es la consecuencia, de no acceder al poder como el dios Marx manda, que es sudando el lomo, arriesgando la vida, sufriendo cárceles y exilios para fundar partidos y ejércitos que, una vez en el poder, garanticen que la revolución se impone porque lo quiere el caudillo, y no por la legalidad de las instituciones burguesas que te reconocen el triunfo electoral, pero están al acecho de desconocértelo en cuando violes la institucionalidad.
Por eso, si Raúl Reyes necesitaba a Chávez y Correa, más necesitaban Chávez y Corra a Reyes, que deben ahora explicar cómo es que apoyaban a una organización terrorista calificada y repudiada por la comunidad internacional.
Si con el choque armado en la frontera con Ecuador donde murió Raúl Reyes, la administración de Álvaro Uribe buscaba llamar la atención internacional sobre el apoyo creciente que los gobiernos de Hugo Chávez y Rafael Correa le suministran a las FARC en la hora en que parece inevitable su derrota, entonces resulta evidente que se anotó un éxito tan sorpresivo, como contundente.
Logro, tanto más significativo, cuanto que sucede en una coyuntura en que la organización guerrillera necesitaba, como del aire que respira, de las zonas de alivio que le garantizaban los dos caudillos “socialistas siglo XXI”, así como de asistencia financiera, equipos militares, logística y de intendencia, que ahora se verán perturbados o impedidos en la medida que la comunidad internacional entienda cuál era el verdadero interés de Chávez y Correa en el canje humanitario y la liberación de Ingrid Betancourt.
Pero igualmente de la hábil campaña de propaganda y relaciones públicas que instrumentadas desde los palacios de Miraflores en Caracas, y de Corondelet en Quito, trataban de presentar a las FARC como una suerte de secta cristiana primitiva, profundamente mística y piadosa que solo “por amor” mantiene secuestrados a miles de colombianos en selvas y pantanos donde, después de años, pierden toda referencia personal y humana.
Y por tanto, merecedora de que se le reconozca el status de beligerancia en el conflicto colombiano, de que se le de un tratamiento de gobierno paralelo en sus territorios “liberados” y en el exilio y garantías de que pueda mantener su organización, infraestructura y ejército.
O sea, de todo lo que hay que hacer para salvar a las FARC de la derrota, de la presión para que política y militarmente acepte su incapacidad de sobrevivir y se siente a discutir un acuerdo por el cual se le busque una solución negociada al conflicto y se tomen las decisiones para que de militar y guerrillera, se convierta en una organización civil y partidista.
Perspectiva que no puede ser más hórrida para los profetas “desarmados”, Chávez y Correa, ya que entre sus planes figuraba el objetivo estratégico de transformar a las FARC en un ejército irregular transnacional que, estacionado en territorio colombiano, pero a pocos kilómetros de las fronteras venezolana y ecuatoriana, pudiera desplazarse a socorrer a sus socios en caso de que sus nacionales, bien en las urnas, en las calles, o en los cuarteles, decidan poner fin al experimento, tan inútil como costoso, de retrotraer a dos sociedades del siglo XXI, a los albores del siglo XIX, y aun más atrás.
Chávez ya vivió el 2 de diciembre pasado una experiencia traumática que pudo ser decisiva para apresurarse a sellar, e imprimirle toda la velocidad posible a su alianza con las FARC, como fue la decisión de la FAN de obligarlo a aceptar los resultados del referendo con el que buscaba convertirse en dictador vitalicio y darle naturaleza constitucional a su delirio socialista.
Y en cuanto a Correa, ya conocemos sus tribulaciones para hacer de cachorro y continuador de Chávez, pues no solo el ejército, sino los poderes legislativo y judicial ecuatorianos lo han mantenido a raya para que solo se atreva a lo que está pautado en la constitución.
Es la consecuencia, de no acceder al poder como el dios Marx manda, que es sudando el lomo, arriesgando la vida, sufriendo cárceles y exilios para fundar partidos y ejércitos que, una vez en el poder, garanticen que la revolución se impone porque lo quiere el caudillo, y no por la legalidad de las instituciones burguesas que te reconocen el triunfo electoral, pero están al acecho de desconocértelo en cuando violes la institucionalidad.
Por eso, si Raúl Reyes necesitaba a Chávez y Correa, más necesitaban Chávez y Corra a Reyes, que deben ahora explicar cómo es que apoyaban a una organización terrorista calificada y repudiada por la comunidad internacional.
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