SALUD HERNÁNDEZ-MORA
BOGOTÁ.- Ingrid Betancourt siempre fue polémica. Una política que generaba odios y simpatías casi por igual en su país natal, Colombia, pero una admiración profunda fuera de estas fronteras.
Como implacable látigo en el Congreso del Gobierno de Ernesto Samper, acusado de llegar al poder con dineros del narcotráfico, ganó infinidad de adeptos y enorme prestigio al punto de llegar después al Senado —la cámara más importante— con el mayor número de votos.
Con el tiempo, perdió buena parte de su inmenso caudal político. Las diferencias con otras senadoras con las que había formado coalición, sus disparos verbales a diestro y siniestro y las permanentes polémicas que armaba, no siempre comprendidas por el electorado, terminaron por socavar su prestigio en Colombia.
Por eso, cuando dejó su escaño para concurrir a las presidenciales de 2002, apenas punteaba en las encuestas. Aún así, fiel a su carácter combativo, no bajó la guardia y siguió su campaña como si tuviese un futuro prometedor.
Incluso su secuestro fue objeto de debate. Unos la acusaron de ser la única culpable del mismo por hacer caso omiso a las advertencias de las autoridades, que consideraban una locura que viajara por una carretera controlada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Durante los primeros años de su cautividad se lo recordaron con insistencia, y en los sondeos la imagen de Betancourt salía mal parada.
Fallos de seguridad
A ese sector le molestó que su familia acusara al entonces presidente, Andrés Pastrana, por no haberla trasladado en helicóptero, cuando en Colombia las leyes son muy claras: ningún mandatario puede prestar ese tipo de servicios a un candidato.
Con la llegada de las primeras pruebas de vida, Ingrid fue recuperando su popularidad perdida. Su actitud desafiante con la guerrilla e, incluso, la llamada al presidente Álvaro Uribe, que acababa de tomar el mando, para que recurriera al rescate militar, causaron gran admiración. Pero, como dicen en Colombia, para la gente del común, lo que escribía con la mano su familia lo borraba con el codo.
Yolanda Pulecio, su madre, mujer admirable que dirige desde hace años una casa de acogida para niños de la calle, enfiló sus dardos contra Uribe, señalándole con acritud como el responsable de la suerte de su hija. A las críticas aceradas se sumaba su otra hija, Astrid. La gente les acusaba de que olvidaban a las FARC, como si fuese el Ejecutivo quien mantuviese escondidos en la selva a los rehenes.
A medida que el tiempo consumía a la ex candidata presidencial en la jungla impenetrable, crecía tanto la desesperación de Yolanda y Astrid como el tono de sus diatribas contra el presidente, el más popular de la historia reciente.
Menos presencia pública
La gota que rebasó el vaso para buena parte de los colombianos fue su actitud en la multitudinaria manifestación del pasado 4 de febrero contra las FARC y el secuestro. Astrid adujo que la impresionante protesta fue producto de la manipulación desde el poder y su madre, que estaba entonces en Roma, no sólo secundó esa opinión sino que indicó que pediría al Papa dos milagros: la libertad de su hija y que Uribe dejara la presidencia.
Además, los jóvenes que organizaron la manifestación en París denunciaron que la familia de Ingrid estaba detrás del cambio repentino del lugar de concentración y del atosigamiento que sufrieron por parte de la Gendarmería francesa.
Consciente del creciente rechazo que causa en Colombia, la propia Yolanda Pulecio ha anunciado que no volverá a participar en ningún acto público y que sólo siente el respaldo incondicional de Francia. Las críticas no le hacen mella, puesto que su único interés es tener a Ingrid en casa.
2 de julio de 2008
Betancourt: Acidez en Colombia, dulzura en el extranjero
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ObservadorSolitario
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3:04 p.m.
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