Antes de que la señora Salud Hernandez se dedicara a defender a las FARC, encontre este reportaje escrito hace poco más de 6 años, tiempo en el cual un pequeño niño se postraba en cama exhalando sus últimos suspiros con tal de ver a su padre por última vez....
Cronica: El Doble Cancer de Andres Felipe
SALUD HERNANDEZ-MORA / Bogotá
Tiene 12 años y no quiere morirse sin ver a su padre, uno de los 2.176 secuestrados en Colombia este año. La industria del secuestro se extiende como una metástasis. Los terroristas cobran impuestos hasta por decreto, como el 002.
Sólo le queda un soplo de vida pero el chaval, calvo, ojeroso, entubado, hastiado de tanto dolor, se resiste a partir. No puede hacerle ese feo a su padre. «Si me muero y él llega a aparecer, ¿a quién va a encontrar». Por eso Andrés Felipe, a sus 12 años, se armó de valor, superó el miedo atroz que le daba la sexta operación quirúrgica de su vida y dejó que le quitaran medio riñón del único que tenía. Pero ni apareció el padre ni alejó el cáncer que le corroe hasta el alma.
En la habitación 715 de la Policlínica de la Policía Nacional de Bogotá, Andrés Felipe sueña, respira y sigue en este mundo con la sola ilusión de abrazar a su padre después de 20 meses de ausencia. Y en algún lugar de las espesas montañas colombianas, el cabo José Norberto Pérez soporta la infinita angustia de su cautiverio, con los ojos perdidos en el horizonte. Ya no puede soñar, ni vivir, ni pensar. Rezar es su único consuelo, pedir a su Dios que ablande el granítico corazón del jefe de sus guardianes, y se apiade de su hijo. Y que él logre llegar a tiempo.
El demacrado rostro infantil de Andrés Felipe encarna el drama de toda una nación que padece en sus carnes las consecuencias del sangriento y despiadado negocio del secuestro. Su tragedia es la de toda Colombia, que ha sabido mirarse en el espejo de dolor del niño de 12 años. Ciudadanos anónimos se han ofrecido a intercambiarse por el progenitor cautivo; otros han escrito al Papa para que interceda; el director de un periódico está organizando una marcha al corazón del territorio guerrillero... Pero no es la primera vez que la guerrilla soporta una presión popular similar. Y no les gusta ceder. Para ellos, hacerlo es signo de debilidad y además, como dijo a CRONICA un guerrillero hace unos días, todo es un montaje de los medios de comunicación. De momento, su única concesión ha sido anunciar que estarían dispuestos a liberar al progenitor si el Gobierno les entrega un guerrillero preso.
Poco les conmueve la llamada de socorro de un crío que se muere de cáncer sin poder ver a su padre. Hasta que esta semana quedó clavado a una cama, una sonda y un respirador artificial, Andrés Felipe había librado, con el apoyo de Francia, su madre, una guerra particular con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el grupo guerrillero que secuestró a su padre el 17 de marzo de 2000. Escribió cartas, envió mensajes televisados, tocó todas las puertas, apareció en la prensa una y otra vez rogando que lo soltaran, que le necesitaba para superar el cáncer y la depresión.
Cuando en julio pasado, Gobierno y guerrilla acordaron la liberación de 242 soldados y policías en poder de los rebeldes, Andrés Felipe recobró la alegría, imaginó toda suerte de bienvenidas y esperó el gran día. Pero su padre no llegó. Con el corazón encogido, oyó en las noticias que oficiales y suboficiales capturados no entraban en el paquete de liberados, que debían esperar otra interminable negociación. Y él, de eso ya era consciente, lo que no tenía era precisamente mucho tiempo.
JAULAS DE ALAMBRE
Todo el país supo entonces cómo vivían la cautividad los militares secuestrados: encerrados en jaulas de alambre en medio de la selva. No les dejan acercarse a las mallas, ni gritar para desahogarse, y sólo les sacan de vez en vez para bañarse en un río. Comen arroz, patatas cocidas y pasta, siempre con bichos. Casi todos sufren enfermedades por la humedad, las condiciones insalubres del agua y los insectos, y sólo les dan medicinas cuando se le antoja al guerrillero de turno. Y si osan protestar o chillar, el castigo es pasar dos días en un cajón de dos por dos, sin luz. «Recuerde el día más aburrido que haya tenido en su vida y súmele estar encerrado en una jaula, durmiendo en una tabla, con gente pegada a usted, sin su familia, enfermo, con hambre, rabia, angustia y nostalgia. Así eran mis días», recordó uno de los soldados liberados.
El pequeño Andrés Felipe no se rindió tampoco entonces. Volvió a la carga, pero el máximo líder de las FARC, Manuel Marulanda, alias Tirofijo, el guerrillero más veterano del planeta, se negó a hacer concesiones. Exigió que el muchacho fuera al Caguán (un territorio del tamaño de Suiza que el Gobierno entregó a las FARC para iniciar diálogos de paz), para que lo examinaran sus propios médicos. Corría el mes de julio y Andrés Felipe necesitaba el pulmón de su padre para una posible implantación en caso de que le fallara en otra operación el que aún le funciona.
Aunque el niño no viajó a la zona de distensión ante la negativa de los especialistas que lo atienden, sí lo hicieron sus informes médicos. El Alto Comisionado de Paz, Camilo Gómez, los entregó personalmente a los líderes guerrilleros, que siguieron ignorando las súplicas del niño.
Andrés Felipe pasó de nuevo por el quirófano, le quitaron un pulmón y despertó soñando con encontrar la cara delgada y sonriente de su padre. No fue así. Entró entonces en una depresión que le produjo anorexia y un empeoramiento general. Volvió a la clínica y ya el pronóstico fue irreversible: metástasis en el riñón y tumor en la pelvis y el pulmón. «Tiene dos masas que le oprimen en el pulmón y la piernita. Hoy me dijo que quería morirse», decía angustiada la madre el lunes pasado. Pero luego el chaval recordó al padre y sus ojos tristes brillaron. No podía fallarle.
«El tumor del riñón me ha cogido la pierna y no me deja moverla porque me duele», explicaba el niño. «Me cayó el pelo y me adelgacé después de la quimioterapia. Me dan a veces ganas de caminar, pero al momentico le digo a mi mamá que me lleve a la cama porque no aguanto».
Su madre añade que la masa que apareció en el riñón era mayor de lo que pensaron, y complicó la última operación. Por esa razón tienen que esperar unas semanas a que se recupere para extraerle el de la pelvis y el del pulmón. Los médicos le han desahuciado.No creen que viva lo suficiente para volver al quirófano.
El 17 de marzo del año pasado el cabo Pérez, al mando de una pequeña estación de policía en Santa Cecilia, un remoto pueblo del Chocó, al oeste del país, sufrió el ataque sorpresa de un grupo guerrillero que multiplicaba por 10 su contingente de 17 agentes. Ocho murieron en el combate y el resto cayó preso.
El niño esperó en vano la pronta liberación. A fin de cuentas su padre era un simple cabo que se había incorporado al cuerpo con el único fin de garantizarle la asistencia médica. Andrés Felipe nació enfermo de cáncer. A los seis meses, le quitaron el riñón izquierdo y a partir de entonces los hospitales se convirtieron en su segundo hogar. Sus padres se divorciaron cuando tenía cuatro años. Con su madre, Francia Edith Ocampo, se trasladó a Buga (Valle), un pueblo caluroso situado a ocho horas de Bogotá, mientras su padre se volvía a casar y se instalaba en Pereira (Risaralda), región cafetera del centro.
Su padre le visitaba algunas veces y siempre le llamaba por teléfono.Las últimas Navidades juntos las pasaron en 1999. Tres meses después le escribió una carta contándole que le trasladaban a Santa Cecilia, un pueblito rodeado de guerrilla. El chaval la recibió después del ataque. Luego llegaron a sus manos tres pruebas de vida: un muñeco pintado en el reverso de una cajetilla de tabaco; una carta en la que le decía que le echaba mucho de menos, le pedía que comiera mucha fruta, se cuidara y rezara por los dos, y un vídeo en el que aparece su padre junto a otros rehenes, en la selva, delgado, sonriente. De eso hace ya un año.
A los problemas de salud se unen los económicos. El padre le manda una pensión de 15.000 pesetas mensuales y su madre completa el presupuesto para sacar adelante al niño y a su hija de dos años, lavando ropa y limpiando casas por horas. Para los desplazamientos a Bogotá, han tenido que recurrir a la solidaridad de los vecinos, que hacen colectas cada vez que tiene que recibir tratamiento.
Pese a la enfermedad, Andrés Felipe es un niño alegre, activo.Se enfada cuando ve que la falta de aliento le impide correr con sus compañeros. «Extraño mucho a Yolanda, mi profesora. Era especial conmigo; me daba un beso de llegada y otro de despedida.Quiero salir pronto del hospital para volver al colegio».
El pequeño no es la única imagen de la crueldad de una guerra olvidada que devasta Colombia desde hace 37 años. El año pasado cerca de 3.000 pequeños crecieron esperando el regreso de uno de sus progenitores, con la angustia de no saber si volverían a verlos.
Y no sólo fueron víctimas indirectas de un delito considerado el más cruel de todos. También 63 menores cayeron en manos de los rebeldes. A pesar de su corta edad, se convirtieron en mercancía valiosa y en arma de terror. La guerrilla sabe que sus padres están dispuestos a todo con tal de volver a abrazarlos. El pánico a perderlos para siempre les hace pagar hasta lo que no tienen.
Otro Andrés Felipe, este Navas, fue secuestrado en Bogotá junto a su niñera el 7 de abril del año 2000. Tenía dos años y medio y era hijo único. Como es habitual en las grandes ciudades, funcionó a la perfección el cártel del secuestro que conforman delincuencia común y guerrilla de las FARC. Los primeros identifican objetivos, les hacen el seguimiento y realizan la captura. Pero no tienen la capacidad de esconderlos sin que los Gaula (cuerpo especializado en resolver secuestros), los rescate. Por ello prefieren vendérselos a la guerrilla, que puede llevarlos a la zona de distensión, en donde tienen vetada la entrada Ejército y policía, o a las montañas selváticas que conocen como la palma de su mano.
A Andrés Felipe se lo llevaron a la zona de distensión. Exigieron una cantidad imposible para la familia. A los pocos meses, su madre, una joven de 22 años de clase media, cayó en una depresión. Perdió las ganas de vivir, de seguir luchando. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, venció la desesperación y el miedo que muchas familias tienen a molestar a los secuestradores, y denunció el caso ante las cámaras de televisión.
PEQUEÑAS VICTIMAS
Fue su perdición. Ese mismo día, un sonriente Raúl Reyes, uno de los comandantes negociadores del proceso de paz y representante internacional de las FARC, prometió que en 10 días devolverían al niño si ellos lo tenían. No sólo no cumplió, sino que el grupo armado consideró el gesto de la madre una afrenta. Insinuaron que la familia pagaría caro su atrevimiento alargando el cautiverio.
El niño fue liberado en agosto de este año, 16 meses después del secuestro. Vivió, pues, casi tanto tiempo en cautividad como con los suyos. La familia estaba feliz porque todavía les reconocía.A los cinco días abandonaron Colombia para siempre. Según María Cecilia Jácome, psicóloga de la Fundación País Libre, será difícil que la madre supere las secuelas de un infierno de 17 meses de incertidumbre. «El niño puede sentir temor de volver a ser víctima de secuestro o de encontrarse con sus captores. Y como la separación de sus padres produce en los menores fuerte angustia, necesitan verificar que ellos están donde dicen estar y pueden llegar a tener fantasías sobre un temor de abandono».
El secuestro es una industria muy próspera en Colombia, pero tiene el inconveniente, a juicio de los grupos armados ilegales que lo practican, que daña su imagen, sobre todo en el exterior.Conscientes de ese perjuicio, las FARC decidieron suplirlo por medio de un Decreto, el 002, que anunció el año pasado a bombo y platillo su jefe militar, el comandante Jorge Briceño, alias Mono Jojoy.
La norma está dirigida a las empresas y particulares con ingresos anuales superiores al millón de dólares. Todo el que llegue a esa cifra, deberá pagar un impuesto a las FARC. De lo contrario, serán secuestrados.
A los pocos meses los directivos de empresas de todo el país, no todas con ingresos altos, vieron sobre la mesa de sus despachos una carta en la que les encomiaban amablemente a que resolvieran su aportación a las FARC. Poco después recibían una llamada y las indicaciones de cómo deberían realizar el pago (en ocasiones, la cifra final negociada ronda los 10 millones de pesetas).
El sistema ha sido tan efectivo que es una de las razones que justifican el descenso del número de secuestros en Colombia, el más alto del mundo. De los 3.776 del año 2000, se ha pasado este año a 2.176 hasta octubre. Se prevé que 2001 acabará con mil secuestros menos.
La guerrilla, especialmente FARC y ELN (Ejército de Liberación Nacional), ingresa anualmente unos 18.000 millones de pesetas en concepto de secuestro, cifra que completan con las llamadas vacunas y el narcotráfico. En los últimos 10 años, recibieron unos 340.000 millones de pesetas por narcotráfico; por vacunas, unos 210.000 millones. No todo lo que obtienen en los rescates y extorsiones acaba en sus arcas; las FARC no han escapado a la corrupción. Hace un año, un comandante se fugó con varios millones. No ha sido el único. Las autoridades sospechan que comandantes especializados en secuestros, como el temido Negro Antonio, que opera en los alrededores de Bogotá, reparten entre sus secuaces parte del botín.
«LA VACUNA»
Las vacunas equivalen al mal llamado impuesto revolucionario de ETA. En este caso, las tienen que pagar los habitantes de las zonas de influencia guerrillera. El pago mínimo sería de unas 2.000 pesetas mensuales (excepcionalmente se ha llegado a alcanzar el medio millón). Hay quienes hacen caso omiso al Decreto 002 amparados en la seguridad que sienten en las ciudades.Pero lo que casi nadie se atreve en los pueblos apartados, donde la presencia del Estado es difusa y el poder de los rebeldes casi absoluto, es a incumplir con la citada obligación. El impago no siempre acarrea el secuestro, sino la quema del local o el bombardeo de la finca, el ametrallamiento de las reses, el asesinato de los empleados o las amenazas permanentes.
«Podemos dejar de comer, de comprar ropa, de darnos un capricho, pero la plata para la guerrilla, esa nunca falta. A ellos siempre hay que cumplirlos», comenta un ganadero del César, uno de los departamentos, al norte del país, más castigado por las FARC y el ELN. «Uno trabaja para pagarles su vacuna. Y para pagar la póliza del seguro de secuestro; la vacuna no te blinda».
Para la Fundación País Libre, la guerrilla ha logrado que toda la nación se sienta secuestrada, no sólo los cautivos y sus familiares.Pocos se atreven a ir por carretera, hasta el punto de que en muchas vías principales la circulación ha descendido hasta un 75%. Temen caer en una «pesca milagrosa», los falsos controles en donde secuestran al azar. También ha provocado que los colombianos quieran para sus hijos un futuro en el extranjero, lejos, y que haya niños que no pisan la calle para evitar que «unos señores los roben».
«El caso de Andrés Felipe puede hacer que los españoles, que aún miran con romanticismo a la guerrilla, piensen que el secuestro no tiene justificación, que es un delito cruel que acaba con el ser humano, lo destruye», comenta David Buitrago, director jurídico de País Libre. «Pone precio a una vida, la convierte en pura mercancía y eso es inaceptable».
Cronica: El Doble Cancer de Andres Felipe
SALUD HERNANDEZ-MORA / Bogotá
Tiene 12 años y no quiere morirse sin ver a su padre, uno de los 2.176 secuestrados en Colombia este año. La industria del secuestro se extiende como una metástasis. Los terroristas cobran impuestos hasta por decreto, como el 002.
Sólo le queda un soplo de vida pero el chaval, calvo, ojeroso, entubado, hastiado de tanto dolor, se resiste a partir. No puede hacerle ese feo a su padre. «Si me muero y él llega a aparecer, ¿a quién va a encontrar». Por eso Andrés Felipe, a sus 12 años, se armó de valor, superó el miedo atroz que le daba la sexta operación quirúrgica de su vida y dejó que le quitaran medio riñón del único que tenía. Pero ni apareció el padre ni alejó el cáncer que le corroe hasta el alma.
En la habitación 715 de la Policlínica de la Policía Nacional de Bogotá, Andrés Felipe sueña, respira y sigue en este mundo con la sola ilusión de abrazar a su padre después de 20 meses de ausencia. Y en algún lugar de las espesas montañas colombianas, el cabo José Norberto Pérez soporta la infinita angustia de su cautiverio, con los ojos perdidos en el horizonte. Ya no puede soñar, ni vivir, ni pensar. Rezar es su único consuelo, pedir a su Dios que ablande el granítico corazón del jefe de sus guardianes, y se apiade de su hijo. Y que él logre llegar a tiempo.
El demacrado rostro infantil de Andrés Felipe encarna el drama de toda una nación que padece en sus carnes las consecuencias del sangriento y despiadado negocio del secuestro. Su tragedia es la de toda Colombia, que ha sabido mirarse en el espejo de dolor del niño de 12 años. Ciudadanos anónimos se han ofrecido a intercambiarse por el progenitor cautivo; otros han escrito al Papa para que interceda; el director de un periódico está organizando una marcha al corazón del territorio guerrillero... Pero no es la primera vez que la guerrilla soporta una presión popular similar. Y no les gusta ceder. Para ellos, hacerlo es signo de debilidad y además, como dijo a CRONICA un guerrillero hace unos días, todo es un montaje de los medios de comunicación. De momento, su única concesión ha sido anunciar que estarían dispuestos a liberar al progenitor si el Gobierno les entrega un guerrillero preso.
Poco les conmueve la llamada de socorro de un crío que se muere de cáncer sin poder ver a su padre. Hasta que esta semana quedó clavado a una cama, una sonda y un respirador artificial, Andrés Felipe había librado, con el apoyo de Francia, su madre, una guerra particular con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el grupo guerrillero que secuestró a su padre el 17 de marzo de 2000. Escribió cartas, envió mensajes televisados, tocó todas las puertas, apareció en la prensa una y otra vez rogando que lo soltaran, que le necesitaba para superar el cáncer y la depresión.
Cuando en julio pasado, Gobierno y guerrilla acordaron la liberación de 242 soldados y policías en poder de los rebeldes, Andrés Felipe recobró la alegría, imaginó toda suerte de bienvenidas y esperó el gran día. Pero su padre no llegó. Con el corazón encogido, oyó en las noticias que oficiales y suboficiales capturados no entraban en el paquete de liberados, que debían esperar otra interminable negociación. Y él, de eso ya era consciente, lo que no tenía era precisamente mucho tiempo.
JAULAS DE ALAMBRE
Todo el país supo entonces cómo vivían la cautividad los militares secuestrados: encerrados en jaulas de alambre en medio de la selva. No les dejan acercarse a las mallas, ni gritar para desahogarse, y sólo les sacan de vez en vez para bañarse en un río. Comen arroz, patatas cocidas y pasta, siempre con bichos. Casi todos sufren enfermedades por la humedad, las condiciones insalubres del agua y los insectos, y sólo les dan medicinas cuando se le antoja al guerrillero de turno. Y si osan protestar o chillar, el castigo es pasar dos días en un cajón de dos por dos, sin luz. «Recuerde el día más aburrido que haya tenido en su vida y súmele estar encerrado en una jaula, durmiendo en una tabla, con gente pegada a usted, sin su familia, enfermo, con hambre, rabia, angustia y nostalgia. Así eran mis días», recordó uno de los soldados liberados.
El pequeño Andrés Felipe no se rindió tampoco entonces. Volvió a la carga, pero el máximo líder de las FARC, Manuel Marulanda, alias Tirofijo, el guerrillero más veterano del planeta, se negó a hacer concesiones. Exigió que el muchacho fuera al Caguán (un territorio del tamaño de Suiza que el Gobierno entregó a las FARC para iniciar diálogos de paz), para que lo examinaran sus propios médicos. Corría el mes de julio y Andrés Felipe necesitaba el pulmón de su padre para una posible implantación en caso de que le fallara en otra operación el que aún le funciona.
Aunque el niño no viajó a la zona de distensión ante la negativa de los especialistas que lo atienden, sí lo hicieron sus informes médicos. El Alto Comisionado de Paz, Camilo Gómez, los entregó personalmente a los líderes guerrilleros, que siguieron ignorando las súplicas del niño.
Andrés Felipe pasó de nuevo por el quirófano, le quitaron un pulmón y despertó soñando con encontrar la cara delgada y sonriente de su padre. No fue así. Entró entonces en una depresión que le produjo anorexia y un empeoramiento general. Volvió a la clínica y ya el pronóstico fue irreversible: metástasis en el riñón y tumor en la pelvis y el pulmón. «Tiene dos masas que le oprimen en el pulmón y la piernita. Hoy me dijo que quería morirse», decía angustiada la madre el lunes pasado. Pero luego el chaval recordó al padre y sus ojos tristes brillaron. No podía fallarle.
«El tumor del riñón me ha cogido la pierna y no me deja moverla porque me duele», explicaba el niño. «Me cayó el pelo y me adelgacé después de la quimioterapia. Me dan a veces ganas de caminar, pero al momentico le digo a mi mamá que me lleve a la cama porque no aguanto».
Su madre añade que la masa que apareció en el riñón era mayor de lo que pensaron, y complicó la última operación. Por esa razón tienen que esperar unas semanas a que se recupere para extraerle el de la pelvis y el del pulmón. Los médicos le han desahuciado.No creen que viva lo suficiente para volver al quirófano.
El 17 de marzo del año pasado el cabo Pérez, al mando de una pequeña estación de policía en Santa Cecilia, un remoto pueblo del Chocó, al oeste del país, sufrió el ataque sorpresa de un grupo guerrillero que multiplicaba por 10 su contingente de 17 agentes. Ocho murieron en el combate y el resto cayó preso.
El niño esperó en vano la pronta liberación. A fin de cuentas su padre era un simple cabo que se había incorporado al cuerpo con el único fin de garantizarle la asistencia médica. Andrés Felipe nació enfermo de cáncer. A los seis meses, le quitaron el riñón izquierdo y a partir de entonces los hospitales se convirtieron en su segundo hogar. Sus padres se divorciaron cuando tenía cuatro años. Con su madre, Francia Edith Ocampo, se trasladó a Buga (Valle), un pueblo caluroso situado a ocho horas de Bogotá, mientras su padre se volvía a casar y se instalaba en Pereira (Risaralda), región cafetera del centro.
Su padre le visitaba algunas veces y siempre le llamaba por teléfono.Las últimas Navidades juntos las pasaron en 1999. Tres meses después le escribió una carta contándole que le trasladaban a Santa Cecilia, un pueblito rodeado de guerrilla. El chaval la recibió después del ataque. Luego llegaron a sus manos tres pruebas de vida: un muñeco pintado en el reverso de una cajetilla de tabaco; una carta en la que le decía que le echaba mucho de menos, le pedía que comiera mucha fruta, se cuidara y rezara por los dos, y un vídeo en el que aparece su padre junto a otros rehenes, en la selva, delgado, sonriente. De eso hace ya un año.
A los problemas de salud se unen los económicos. El padre le manda una pensión de 15.000 pesetas mensuales y su madre completa el presupuesto para sacar adelante al niño y a su hija de dos años, lavando ropa y limpiando casas por horas. Para los desplazamientos a Bogotá, han tenido que recurrir a la solidaridad de los vecinos, que hacen colectas cada vez que tiene que recibir tratamiento.
Pese a la enfermedad, Andrés Felipe es un niño alegre, activo.Se enfada cuando ve que la falta de aliento le impide correr con sus compañeros. «Extraño mucho a Yolanda, mi profesora. Era especial conmigo; me daba un beso de llegada y otro de despedida.Quiero salir pronto del hospital para volver al colegio».
El pequeño no es la única imagen de la crueldad de una guerra olvidada que devasta Colombia desde hace 37 años. El año pasado cerca de 3.000 pequeños crecieron esperando el regreso de uno de sus progenitores, con la angustia de no saber si volverían a verlos.
Y no sólo fueron víctimas indirectas de un delito considerado el más cruel de todos. También 63 menores cayeron en manos de los rebeldes. A pesar de su corta edad, se convirtieron en mercancía valiosa y en arma de terror. La guerrilla sabe que sus padres están dispuestos a todo con tal de volver a abrazarlos. El pánico a perderlos para siempre les hace pagar hasta lo que no tienen.
Otro Andrés Felipe, este Navas, fue secuestrado en Bogotá junto a su niñera el 7 de abril del año 2000. Tenía dos años y medio y era hijo único. Como es habitual en las grandes ciudades, funcionó a la perfección el cártel del secuestro que conforman delincuencia común y guerrilla de las FARC. Los primeros identifican objetivos, les hacen el seguimiento y realizan la captura. Pero no tienen la capacidad de esconderlos sin que los Gaula (cuerpo especializado en resolver secuestros), los rescate. Por ello prefieren vendérselos a la guerrilla, que puede llevarlos a la zona de distensión, en donde tienen vetada la entrada Ejército y policía, o a las montañas selváticas que conocen como la palma de su mano.
A Andrés Felipe se lo llevaron a la zona de distensión. Exigieron una cantidad imposible para la familia. A los pocos meses, su madre, una joven de 22 años de clase media, cayó en una depresión. Perdió las ganas de vivir, de seguir luchando. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, venció la desesperación y el miedo que muchas familias tienen a molestar a los secuestradores, y denunció el caso ante las cámaras de televisión.
PEQUEÑAS VICTIMAS
Fue su perdición. Ese mismo día, un sonriente Raúl Reyes, uno de los comandantes negociadores del proceso de paz y representante internacional de las FARC, prometió que en 10 días devolverían al niño si ellos lo tenían. No sólo no cumplió, sino que el grupo armado consideró el gesto de la madre una afrenta. Insinuaron que la familia pagaría caro su atrevimiento alargando el cautiverio.
El niño fue liberado en agosto de este año, 16 meses después del secuestro. Vivió, pues, casi tanto tiempo en cautividad como con los suyos. La familia estaba feliz porque todavía les reconocía.A los cinco días abandonaron Colombia para siempre. Según María Cecilia Jácome, psicóloga de la Fundación País Libre, será difícil que la madre supere las secuelas de un infierno de 17 meses de incertidumbre. «El niño puede sentir temor de volver a ser víctima de secuestro o de encontrarse con sus captores. Y como la separación de sus padres produce en los menores fuerte angustia, necesitan verificar que ellos están donde dicen estar y pueden llegar a tener fantasías sobre un temor de abandono».
El secuestro es una industria muy próspera en Colombia, pero tiene el inconveniente, a juicio de los grupos armados ilegales que lo practican, que daña su imagen, sobre todo en el exterior.Conscientes de ese perjuicio, las FARC decidieron suplirlo por medio de un Decreto, el 002, que anunció el año pasado a bombo y platillo su jefe militar, el comandante Jorge Briceño, alias Mono Jojoy.
La norma está dirigida a las empresas y particulares con ingresos anuales superiores al millón de dólares. Todo el que llegue a esa cifra, deberá pagar un impuesto a las FARC. De lo contrario, serán secuestrados.
A los pocos meses los directivos de empresas de todo el país, no todas con ingresos altos, vieron sobre la mesa de sus despachos una carta en la que les encomiaban amablemente a que resolvieran su aportación a las FARC. Poco después recibían una llamada y las indicaciones de cómo deberían realizar el pago (en ocasiones, la cifra final negociada ronda los 10 millones de pesetas).
El sistema ha sido tan efectivo que es una de las razones que justifican el descenso del número de secuestros en Colombia, el más alto del mundo. De los 3.776 del año 2000, se ha pasado este año a 2.176 hasta octubre. Se prevé que 2001 acabará con mil secuestros menos.
La guerrilla, especialmente FARC y ELN (Ejército de Liberación Nacional), ingresa anualmente unos 18.000 millones de pesetas en concepto de secuestro, cifra que completan con las llamadas vacunas y el narcotráfico. En los últimos 10 años, recibieron unos 340.000 millones de pesetas por narcotráfico; por vacunas, unos 210.000 millones. No todo lo que obtienen en los rescates y extorsiones acaba en sus arcas; las FARC no han escapado a la corrupción. Hace un año, un comandante se fugó con varios millones. No ha sido el único. Las autoridades sospechan que comandantes especializados en secuestros, como el temido Negro Antonio, que opera en los alrededores de Bogotá, reparten entre sus secuaces parte del botín.
«LA VACUNA»
Las vacunas equivalen al mal llamado impuesto revolucionario de ETA. En este caso, las tienen que pagar los habitantes de las zonas de influencia guerrillera. El pago mínimo sería de unas 2.000 pesetas mensuales (excepcionalmente se ha llegado a alcanzar el medio millón). Hay quienes hacen caso omiso al Decreto 002 amparados en la seguridad que sienten en las ciudades.Pero lo que casi nadie se atreve en los pueblos apartados, donde la presencia del Estado es difusa y el poder de los rebeldes casi absoluto, es a incumplir con la citada obligación. El impago no siempre acarrea el secuestro, sino la quema del local o el bombardeo de la finca, el ametrallamiento de las reses, el asesinato de los empleados o las amenazas permanentes.
«Podemos dejar de comer, de comprar ropa, de darnos un capricho, pero la plata para la guerrilla, esa nunca falta. A ellos siempre hay que cumplirlos», comenta un ganadero del César, uno de los departamentos, al norte del país, más castigado por las FARC y el ELN. «Uno trabaja para pagarles su vacuna. Y para pagar la póliza del seguro de secuestro; la vacuna no te blinda».
Para la Fundación País Libre, la guerrilla ha logrado que toda la nación se sienta secuestrada, no sólo los cautivos y sus familiares.Pocos se atreven a ir por carretera, hasta el punto de que en muchas vías principales la circulación ha descendido hasta un 75%. Temen caer en una «pesca milagrosa», los falsos controles en donde secuestran al azar. También ha provocado que los colombianos quieran para sus hijos un futuro en el extranjero, lejos, y que haya niños que no pisan la calle para evitar que «unos señores los roben».
«El caso de Andrés Felipe puede hacer que los españoles, que aún miran con romanticismo a la guerrilla, piensen que el secuestro no tiene justificación, que es un delito cruel que acaba con el ser humano, lo destruye», comenta David Buitrago, director jurídico de País Libre. «Pone precio a una vida, la convierte en pura mercancía y eso es inaceptable».
1 Observaciones:
desde hace rato estaba buscando informacion de este caso que me hizo llorar tanto y se lo quisiera enviar al presidente Chavez a ver si asi sigue considerando a las FARC como un grupo no terrorista.
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