16 de octubre de 2007

Che, cuarenta años después

Por: Eduardo Escobar

Una mezcla inefable de santo laico y asesino piadoso, con un final patético.

El experimento bolchevique en la Unión Soviética a pesar de la bancarrota y los horrores que ocultó su burocracia con tanto celo, despojó la pobreza del halo que antes tuvo. Hoy nadie se atreve a considerar la miseria como un privilegio fatal con una recompensa en las postrimerías a la diestra del Padre según dictó la noción cristiana, o anticristiana, del pasado. Los bolcheviques infectaron occidente con su sórdida teoría de la lucha de clases, lo desordenaron hasta la raíz con una ilusión justiciera y establecieron una galería de personajes intrigantes entre demoníacos, geniales y pintorescos. La picaresca revolucionaria.

El Che, heredero del sueño liberador de un hombre nuevo en una comunidad justa de la utopía comunista, es una figura notable en esa iconografía junto a Trotski, Mao, Ho Chi Min. Mezcla inefable de santo laico y asesino piadoso, el radicalismo de su dialéctica del odio lo llevó al final patético. Por años su efigie vivo y guerrero, como hombre de Estado esgrimiendo un tabaco en congresos internacionales o cadáver con los ojos abiertos en el lavadero de la escuela rural, fue consagrada por los adolescentes del siglo pasado y lanzó a la guerra un montón de jóvenes ardientes pero despistados. Disputa a Gardel el honor del argentino paradigmático de nuestro tiempo. Miles de muchachos humildes ostentaron la camiseta con su rostro visionario signado por una estrella. Los baladistas marihuanos de las capitales del primer mundo del hipismo. Los guardabarros de las tractomulas.

Su biografía está llena de gestos de grandeza y crueldad. En los días primerizos de la revolución cubana fue el verdugo implacable del viejo orden. Y también dejó fama de alma generosa. Es conocida la anécdota del campesino de 15 años que robó a la guerrilla una lata de leche. Cuando la madre intercedió por la vida de su muchacho que sería fusilado el fin de semana, el Che contestó con la cortesía del cínico. Que lo fusilen el lunes para que la señora no tenga que esperar hasta el viernes.

Impresiona el sello del destino en el hecho de que el joven médico argentino de paso por el Amazonas a su glorificación en Sierra Maestra haya bautizado su chalupa: Mambo Tango.

El pensamiento del Che entre un montón de nobles declaraciones está plagado de locuras de puritano. Remendaba los descarríos sexuales de sus hombres con las campesinas haciendo de ministro matrimonial. Y su anhelo mesiánico incluía el empeño frenético en un incendio universal con tableteo de ametralladoras. Fue un milenarista. Su idea de atizar varios Vietnam a lo largo del planeta hoy parece la de un desequilibrado peligroso: un despropósito. Vietnam y Cuba refrendan la torpeza de sus cálculos idealistas.

Che en su belleza de cristo arrevesado, con su aire mártir de profeta del materialismo, encarna una exaltación de la violencia redentora, cuya impiedad bíblica y su rabia homicida de cruzado desprestigia las buenas intenciones de los caritativos. Uno se esfuerza en admirar los mejores rasgos de su carácter por fidelidad con las ilusiones de la adolescencia. Pero es inevitable reconocer enmascarada en su humildad proverbial la soberbia hipertrofia de un ego.

Lanata, un periodista argentino que fuma sin parar y menos que hablar masculla, hizo para la televisión internacional con motivo del nuevo aniversario de su muerte, el recorrido de su últimos días. Lanata señala la última paradoja del hombre: las trochas que lo llevaron al martirio sirven ahora a empresas de turismo, que a quinientos dólares cabeza muestran a los viajantes los lugares del desastrado peregrinaje sin aire, cagado y famélico como se describe en su diario, hasta el asesinato por un sargento borracho. Aquí estuvo, allí durmió, allá lo mataron, aquí mostraron el cadáver descalzo. Tanto dolor y tanta pasión a cambio de la fama irrisoria del objeto de nuestro museo de las esperanzas y los terrores de las santas locuras.

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